viernes, 6 de agosto de 2010

Consejos vendo pero para mi no tengo


Ayer pasé una buena tarde con la familia. Conversando de lo divino y lo humano y un poco de las cosas importantes. Dentro de este segundo campo y coincidiendo con la llegada abrupta de mis vacaciones, nos liberamos un poco mas y empezamos a plantear diversas tareas para estos días y a hacer unos cuantos guiños al futuro. Como todos los humanos tenemos boca y un buen puñado de opiniones a repartir por doquier, pues la situación ayer no fue distinta. Los padres, hermanos, cuñados y familiares más o menos cercanos, incluidos los amigos de verdad, siempre intentan echar una mano en las situaciones difíciles, sobre todo con lo que he mencionado: los consejos. La grandeza de esto es que mientras uno entrega un consejo más o menos bien hilado a alguien, rara vez se para a pensar si la ejecución de dicho consejo sería aplicable en su propio caso. Si uno plantea la toma de decisiones desde una perspectiva particular, no exenta de los aportes que los demás nos hacen, ante todo hay que respetar ese punto de vista. Es evidente que si alguien camina en dirección al precipicio en plan Thelma y Louise, alguien ha de pararlo. Pero creo que no es mi caso.

Esta introducción un poco divagada me sirve para entrar en materia. Cuando llegamos a casa por la noche, mi mujer y yo continuamos con el debate y surgió una idea que siempre ha de analizarse: hasta qué punto debemos dejar que el orgullo y la soberbia no guíen. No estoy planteando que yo sea un ser excesivamente soberbio (que algo hay), pero desde luego sí que soy orgulloso. Aceptar críticas constructivas se convierte en muchas ocasiones en una prueba de fuego casi insuperable. ¿Quién no se siente identificado? Si de hecho, lo que nos hace evolucionar como personas en muchas ocasiones es precisamente eso, tener ese punto de mala leche en el que nos sentimos un peldaño por encima de los demás aunque de boca para afuera no lo reconozcamos. El mestizaje de ideas es algo maravilloso, precisamente porque nadie está en posesión de la verdad y todos tenemos derecho a equivocarnos. Pero a pesar de disponer de ese derecho también tenemos un deber: el de reconocer los errores y aceptar las críticas de la gente que nos importa. Simplemente porque no pasa nada.

Para un hijo sus padres lo son todo, aunque tenga cincuenta años y los progenitores sean unos ancianos. Podrás reconocer de mejor o peor manera sus errores, pero se equivocan en sus decisiones al igual que lo hacemos nosotros. Cuando uno está tan íntimamente implicado en esa situación, el prisma de observación de la realidad suele estar desenfocado y la mirada crítica de tu pareja, de un buen amigo u otro tipo de voz autorizada siempre ha de venir bien. Si disipamos los sentimientos que inflan nuestros egos, nos daremos cuenta que muchas veces esas voces autorizadas suelen estar más cerca de la verdad en determinados temas que nosotros mismos, por mucho que nos duela la situación. Y esto no es un alegato en contra de los padres, ni mucho menos, ya que lo que estoy contando es aplicable a todos los campos de la vida. A saber:

En una empresa, el jefe, por mero hecho de ser el emprendedor y empresario (muchas veces esas dos cosas no van unidas) no se encuentra en posesión de la verdad absoluta. Ni siquiera se acerca en determinados casos. Pero ejercen de emperadores de la sabiduría y se plantan delante de sus súbditos ignorantes como adalides del conocimiento. A lo largo de mi vida laboral he trabajado en más de diez empresas. En muchas no he durado más de un día y en otras he estado cinco años. Y el factor común a todas ellas siempre ha sido la soberbia y la falta de humildad. Tal vez porque nunca he dado con el prototipo de empresario que a mí me gustaría tener dirigiendo el barco, tal vez mis aspiraciones en la vida sean demasiado soñadoras, pero mi petición al respecto siempre es la misma: humildad. Es algo que he clamado a gritos allí por donde he pasado y es algo que intento aplicar a mi mismo aunque en ocasiones no lo consiga. Yo he pasado esas fases. Tuve un negocio hace años que no funcionó mi fracaso se debió a lo que estoy diciendo. Yo lo sabía todo, ni mi mujer, ni mis padres, ni nadie de mi entorno tenía ni idea de qué hablaban. Yo era el eterno incomprendido y los demás me hacían un boicot sistemático. Veía paranoias y conspiraciones por todas partes y únicamente la ruina que me llego y la soledad que me encontré después, pudieron sacarme del agujero. Mi entorno fue determinante en la solución del problema y tuve que pedir muchas disculpas y reconocer muchos errores que a día de hoy, más de diez años después, aun siguen levantándome ampollas. Pero jamás podré decir que no eran ciertas las críticas que me llegaban.

Hace tiempo, en mi anterior etapa laboral, le dije a un buen amigo que me encantaba trabajar a su lado porque eso me hacía mejor trabajador. Es un tipo muy inteligente y siempre me ha gustado rodearme de personas más inteligentes y con más conocimientos que yo. Eso es la evolución para mí. En mi trabajo actual me pasa algo muy similar, solo que no es una persona, son un buen puñado. Me hacen ser mejor trabajador y me hacen ser mejor persona. Independientemente de la batalla de egos a la que en ocasiones asisto y que es motivada por el afán de superación y por un espíritu competitivo que ha hecho de este colectivo algo que nunca antes había visto. Me siento bien con ellos, noto que evoluciono, y solamente actitudes como las antes descritas harán que este sueño se convierta en pesadilla.

Quiero creer que, como seres evolutivos, aprendemos de los errores, y deseo, a pesar de estar llegando a la línea de meta mucho antes de lo que hubiera deseado, que las personas aprendan de sus errores, se tomen la pastilla de la humildad y deseen ser mejores ayudándose de su entorno, tal y como yo intento hacer. Porque de esa manera un día se levantarán por la mañana y dirán: “siento que soy mejor y gracias a mis compañeros, mañana me superaré”